Nuestra cultura, en todos sus aspectos, está profundamente arraigada en las creencias, normas y tradiciones cristianas. Quizá no nos demos cuenta de esto si nunca hemos pasado tiempo en algún país de cultura islámica, budista o hindú. Por eso, al acercarnos a la Nochebuena, el corazón palpita más fuerte, presintiendo momentos especiales: reuniones con la familia y los amigos, el intercambio de regalos, la sidra y el pan dulce.
Pero en realidad, ¿qué significa esta fiesta? La palabra misma lo dice: Navidad, Natividad, el nacimiento de un bebé, (Yeshua) Jesús, a quien nuestra cultura proclama como Señor y Salvador. Todos sentimos la importancia del momento, hasta los que apenas practican la fe cristiana.
Por todos lados vemos imágenes del bebé en un pesebre, de una mujer y un hombre que lo miran con ternura, de unos animales que mansamente los acompañan dentro de un establo pulcro y suavemente iluminado, de unos pastores y reyes. Sabiendo que este niño es el centro de la fiesta, nos inclinamos ante él.
Y luego, para muchos, quizá la mayoría… de vuelta a la sidra y el pan dulce.
La realidad bíblica es otra. Según las Sagradas Escrituras la historia de Jesucristo no empieza ni termina en Belén, tampoco nació el 25 de diciembre. Está presente desde el primer versículo de Génesis hasta el último del Apocalipsis. El apóstol san Juan, en su evangelio, lo define como el Creador del universo; y el mismo autor, en el Apocalipsis, lo presenta como el que presidirá el juicio final.
San Pablo, en su Carta a los Colosenses, dice esto acerca de Jesús (Yeshua): “Él es la imagen del Dios invisible, el Primogénito de toda la creación, porque en Él fueron creadas todas las cosas, y para Él fueron hechas, tanto en el cielo como en la tierra, los seres visibles y los invisibles, Tronos, Principados y Potestades: todo fue creado por medio de Él y para Él, (es un error decir que la creación fue para nosotros, cuando las Escrituras no dicen eso). Él existe antes que todas las cosas y todo subsiste en Él. Él es también la Cabeza del Cuerpo, es decir, de la iglesia. Él es el Principio, el Primero que resucitó de entre los muertos, a fin de que Él tuviera la superioridad en todo, porque Dios quiso que en Él residiera toda la Plenitud. Por Él quiso reconciliar consigo todo lo que existe en la tierra y en el cielo, restableciendo la paz por la Sangre de su cruz”.
San Lucas, en el Libro de los Hechos, añade: “Porque Él (Dios) ha establecido un día para juzgar al universo con justicia, por medio de un Hombre que Él (Yeshua) ha destinado y acreditado delante de todos, haciéndolo resucitar de entre los muertos”.
Según Jesús (Yeshua), Él es Dios mismo (“el que me ha visto, ha visto al Padre; El Padre y Yo somos una sola cosa”). De acuerdo con las Sagradas Escrituras, (Yeshua) (“Dios Salvador”), el Cristo (“el Ungido de Dios”), Emanuel (“Dios con nosotros”), es el Creador, el Sustentador, el Salvador, el Señor, el Juez. Tomando forma humana, nació, vivió, murió, resucitó, ascendió y vendrá nuevamente a juzgar y reinará por toda la eternidad.
Esta es la persona que honramos en las dos fiestas mayores del cristianismo: Navidad (Su nacimiento) y Pascua (Su muerte y resurrección). Todo esto lo puedo aceptar o rechazar; nadie me obliga a creerlo. Pero si me digo cristiano, debo abrirme los ojos a lo que supuestamente creo. Si el bebé en el pesebre no me es más que un adorno, si la cruz no me es más que un ornamento, debería pensar bien en si mis creencias religiosas son algo más que simplemente rituales estériles y tradiciones huecas.
Que esta Navidad sea un despertar a la realidad de quién es Cristo, y cuál es mi relación intima y personal con Él como Señor y Salvador único en mi vida.
lunes, 23 de diciembre de 2013
martes, 3 de diciembre de 2013
UNA IGLESIA PERFECTA
Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha” (Efesios 5: 25-27).
1. Lo que creen, y creen mal
Constantemente se ha venido diciendo que Jesucristo vendrá a por Su amada Iglesia, pero que para que eso ocurra, deberá pasar el tiempo necesario, ya que no está preparada, ya que Él viene a por una Iglesia sin mancha ni arruga.
Esperan que llegue un día, no saben cuál, cuando la Iglesia debería experimentar un súbito crecimiento en santidad y también, por qué no, un crecimiento numérico considerable a nivel mundial.
Bien, y yo les digo que si eso fuera así, según ese entendimiento, Cristo no podría volver ¡Nunca!, porque ¿cuándo dejaremos los cristianos de cometer algún pecado mientras estemos en este cuerpo mortal? ¿Cuándo, o en qué momento seremos perfectos en este mundo, como lo es Cristo? y, ¿En qué lugar de la revelación de la Escritura encontramos que ha de producirse un crecimiento exponencial de la fe, cuando el Señor dijo lo contrario Lc. 18: 8; Mt. 24: 12, 37, 38, etc.)?
Sólo hay que echar la vista atrás y ver la historia de la Iglesia visible para darnos cuenta de que ni en un millón de años seremos en nuestra humanidad los creyentes, algo diferente a lo que fueron los que nos precedieron… ¿o es que acaso es razonable pretender que la Iglesia contemporánea ha de ser más santa que la Iglesia que nos precedió? ¿Acaso somos, o podemos ser, nosotros, “mejores” que ellos? ¿o es que el Espíritu Santo está ahora obrando una santificación del creyente sin precedentes? Eso vienen a creer, y enseñar, pero es falso. Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos (He. 13: 8).
¡Y todo eso es porque están equivocando el enfoque acerca de la Iglesia en el sentido que hablamos! El sentido de esos versículos de arriba es muy diferente al que muchos han creído y creen. Lo que anuncia esa escritura es que la Iglesia, desde el momento en que fue concebida, ES sin mancha ni arruga.
2. Analicemos ese pasaje de arriba
Cristo amó a la Iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, ¿Cuándo y dónde?: en la cruz. Allí se gestó la perfección de la Iglesia, conforme a la medida de la santidad de Cristo, la cual es absoluta.
¿Con qué propósito?: para santificarla; es decir, apartarla para sí. Todo verdadero creyente ha nacido de Dios y ha sido justificado por Su sangre, y le pertenece a Él (1 Co. 6: 19), y el conjunto de todos los creyentes de esa índole, constituye la Iglesia.
La Iglesia, según leemos, ya ha sido purificada a través de la Palabra efectiva, en su vida: “Ya vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado” (Juan 15: 3).
Asunto concluido.
Todo ello, ¿con qué fin?: Para que Cristo se presente a sí mismo esa Iglesia que ha preparado para sí.
Todo ello, ¿con qué fin?: Para que Cristo se presente a sí mismo esa Iglesia que ha preparado para sí.
En la economía de Dios, esa Iglesia es gloriosa: “y juntamente con Él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús” (Ef. 2: 6).
Esa Iglesia, la rescatada de este mundo corrupto, la de todos los tiempos desde que fue creada, no tiene mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que es santa y sin mancha.
La Iglesia que Cristo viene a buscar, es la formada exclusivamente por todos aquellos que son hijos de Dios por adopción; los que un día, y por designio de Dios Padre (Jn. 1: 13; Ef. 1: 5), recibieron a Jesús, creyendo en Él.
Todos ellos, a pesar de su condición de humanos (Ro. 8: 14-25), y por tanto falibles, no viven según la carne, sino según el Espíritu, haciendo morir, por consecuencia, las obras de la carne en las que solían vivir antes de ser hijos (Ro. 8: 13 14).
En ese proceso de santificación por parte nuestra, nuestro Abogado que es Cristo, nuestro Sumo Sacerdote, intercede constantemente por nosotros en el cielo.
El Señor Yahshua regresará a por Su Desposada en el momento en que el Padre le diga de ir, y ese momento preciso, es desconocido para nosotros.
¡Cristo puede regresar por Su Iglesia en cualquier momento!
3. Concluyendo
Jamás olvidemos que una cosa es el proceso de santificación en el que todos y cada uno de los verdaderos hijos de Dios estamos, a causa de nuestra implícita imperfección (ver Ro. 7: 15ss), y otra cosa es nuestra condición de santos, y por tanto, más que vencedores, que nos ha sido dada por Aquél que nos amó (Ro. 8: 37).
La santidad en nosotros, es de Dios; Él es quien nos ha hecho santos a todos los que pertenecemos al Hijo de Dios, rescatados por Su sangre.
Fuente: Centro Rey, Madrid, España.
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